De la Ventana a la Pared

El vidrio está algo sucio pero igual se ve

Mes: julio, 2015

Día 315

Las calles estaban más frías el día de hoy a pesar de pronósticos contrarios. He visto, camino a casa, un grupo de jóvenes jugando en la cancha multiusos del barrio, esa que siempre está rodeada por un alambre extenso. Decidí tocarlo, sentirlo. Mi mano estaba más fría que el alambre pero a lo menos pude moverlo. La vibración se extendió por toda la barrera. Los movimientos ondulados se hicieron más pequeños pero no cesaron. Los jóvenes se asustaron y yo quedé maravillada por la réplica barata de un fenómeno encantador. Después de todo parecía que una gota de lluvia, sí forma un mar.

Día 300

En la mañana tuve la oportunidad, o la desdicha según como se vea, de tener tiempo para tomar un baño de manera tranquila. Hace tiempo no lo había hecho y hoy era uno de esos días en los cuales había ahorrado suficiente cantidad de agua caliente para tomar una ducha considerablemente larga. Ya en la misma, y a merced del agua caliente, comencé a cantar. No recuerdo en qué lugar exactamente escuché o leí que una de las cosas que debías hacer siempre antes de morir, como una especie de mandamiento, era cantar en la ducha. A mitad de la canción que entonaba en este momento, recordé que escuché dicho mandamiento en una pista de audio de motivación que mi madre siempre colocaba cuando era niña mientras preparábamos tortillas de maíz, luego venían canciones religiosas grabadas una encima de la otra.

Comencé a pensar en mi desayuno. Qué tal si el día de hoy no tomaba leche y lo sustituía por té, el pan de ayer lo cortaba y simulaba que eran tostadas y pretendía que todo era un desayuno elegante. Entre mis pensamientos no advertí que el agua estaba muy caliente y cuando me di cuenta ya era demasiado tarde. Abrí el agua fría en la brevedad posible interrumpiendo la canción que tarereaba mientras me sentía asustada. El recuerdo de mi piel siendo quemada por agua hirviendo se me quedó impregnado. Al instante y para meterme más adrenalina en el cuerpo tocan la puerta muy insistentemente. Tomo una toalla y salgo apurada para encontrarme con Don Plutarco, el dueño de casa. Me pidió que no cante tan alto y me hizo notar que todos los perros de dos manzanas a la redonda estaban aullando a mi razón.

Lo despedí y de inmediato comencé a secar mi cuerpo. La espalda me escocía terriblemente, miré en el espejo el daño y vi que el no fue de segundo grado. Aún así ardía como si el sol me hubiera dado durante tres horas seguidas en la piel. De manera súbita, comencé a observar el resto de mi cuerpo con más consciencia que de costumbre. La piel pecosa, los muslos flácidos, el abdomen irregular, la espalda marcada, los brazos con vello, el rostro ojeroso, los grandes ojos, la espalda marcada, la nariz aguileña, las escasas cejas, el flequillo mojado, ¡la espalda marcada!
Quise lanzar por los aires todo rastro de mi misma, de ese reflejo monstruoso en el espejo. Eliminar las lágrimas y el rostro contraído en gritos silenciosos. Don Plutarco dijo que no cante tan alto, supuse que también aplicaba para los gritos, chillidos y llantos, de tal manera que me recompusé lo más inmeditamente posible. Me aparté del espejo, me vestí y fui a preparme el té con las imitaciones de tostadas. Evitaba llorar, pero los mocos se me salían involuntariamente; me di cuenta que obviamente ya no iba a ser un desayuno elegante.